En la antigua Grecia, los dioses vivían en el monte Olimpo y los humanos en la tierra. Al principio, los humanos no tenían fuego y su vida era muy dura, pasaban frío en las noches y no podían cocinar sus alimentos.
Prometeo era un titán amigo de los humanos que se compadeció de su sufrimiento. Un día decidió desafiar a los dioses y llevar el fuego desde el Olimpo hasta la tierra para entregárselo a los humanos. Prometeo planeó su hazaña cuidadosamente, esperó a que cayera la noche y se acercó furtivamente a la morada de los dioses. Con un trozo de caña hueca tomó una pequeña brasa del fuego sagrado sin que los dioses lo notaran y lo llevó rápidamente al mundo de los humanos.
La alegría fue inmensa cuando los humanos vieron esa primera llama traída por Prometeo. Rápidamente aprendieron a mantener el fuego encendido, asar la carne, iluminar la oscuridad de la noche y calentar sus cuevas.
Sin embargo, cuando Zeus, el rey de los dioses, se enteró de este robo se llenó de ira. ¿Cómo se había atrevido un simple mortal a burlarse de los dioses de esa manera? Zeus ordenó a sus sirvientes divinos que llevaran a Prometeo encadenado ante su presencia para castigarlo por su osadía.
Como castigo, Zeus ordenó encadenar a Prometeo en lo alto de una montaña. Todos los días, un águila -símbolo de Zeus- le devoraba el hígado el cual se regeneraba durante la noche para que su tormento fuera eterno.
Y así, a pesar del terrible castigo, Prometeo se convirtió en un gran benefactor de la humanidad al regalarle el precioso don del fuego, cambiando para siempre la vida en la tierra. Su sacrificio demostró que estaba dispuesto a soportar un gran sufrimiento con tal de ayudar a los hombres mortalles.